viernes, 10 de julio de 2009

Maga verde moho

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Pensaba que aquel abrazo iba a encadenarlos como elementos indisociables en su sustancia. Se equivocó, pequeña boba caótica sin orientación, doblemente perdida en la ciutat, aún estaba lejos de entender los símbolos.


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Camino a la estación, de vuelta a la nada, ha arrojado su piedra verdusca al vacío (al igual que la violeta, no le envió más que señales que no le pertenecían) y ha decidido quemar sus libros como exorcismo de los bellos y dañinos espíritus. Su pulsera se ha ido deshaciendo poco a poco, ha ido perdiendo las cuentas que embellecían su muñeca. No se ha enterado hasta ese momento de todo lo que le faltaba, lo que pensaba tener y no tiene. Quién sabe si lo tendrá.

Se ha desatado la tormenta de verano. El azar le muestra el puente destruido erigirse de repente. De repente Moro. Ha llorado sobre su pecho cien años de diluvios y otros diez de desastres en el que se ha ido perdiendo, como las cuentas de su pulsera.


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22:20 Por segunda vez pierde ese tren, por segunda vez le pregunta empapada y desgarrada por qué es ella la que siempre pierde. Por segunda vez (en su segunda vida), él le besa los ojos para que no llore más.


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Pero cómo sabemos aún bebernos y elevarnos por encima del corazón, de la razón, del universo entero. Ahora recuerdo por qué era incapaz de olvidarlo, hermoso cíclope enamorado, por qué viví tanto tiempo encadenada a su cuerpo, esclava dolorida en un laberinto estrellado que no quiere huír ni ser liberada.


Moro, moro, moro...



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Esperar es el signo de los idiotas, recordó al mirarse las manos abandonadas. Pero ese día fue una idiota envejecida y dichosa, porque todavía ardían y todavía esperaban.




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