sábado, 23 de noviembre de 2013

No se han acordado de mí


Llego, enciendo la casa ocupada por los otros, miro en las esquinas por si están escondidos con la pancarta y los cantos y las velas y las risas. No están, no se han acordado. No soy bien recibida en su memoria. Quizás sí, pero no me merezco ninguna muestra de afecto. Entonces el tifón repentino, el agua arremolinándose violentamente dentro. 

Sólo tengo la palabra, la despliego, la afilo, acuchillo con ella a quien me encuentro a mi paso. Y todo lo revuelvo y todo lo destrozo. (Amor, ni el amor ha logrado salvarme, qué me hablas de budismo). No puedo más, mis edades se agitan desordenadas. Ya no sé quién soy, qué edad tengo. Qué hago aquí, para qué. Sé que asusto, que abro la mano y molesto con esta oscuridad algo entrañable, prescindible.

Lo estoy haciendo muy mal. He envejecido sin orden ni paz ni talento. Ya, a estos treinta nuevos, no se puede ser una niña que llora desconsoladamente porque nadie* ha venido a su fiesta de cumpleaños.


* (Perdónadme, amor y vosotros tres, fieles amigos)


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