Hace calor, mucho calor. Sin embargo, he decidido que voy a dejar de desnudarme. He destruido todo vínculo con el imposible. también con la honestidad de las letras. Me conformaré con lo tangible, lo prosaico, lo aséptico. La invisibilidad sin pechos ni heridas abiertas. Callar lo que a nadie importa.
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No volveré a escribir. No sirve de nada. No me sirve de nada. Ya lo hacen otras por mí. ¿Sabes, Marina, creo que tú también arderías de cólera en este siglo? Se ha perdido la música en la poesía.
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Marina, los labios de Boris, esa carnosa imposibilidad. Estamos en agosto, últimos 31 días. Oh, los labios de Boris. Le dieron un Nobel años después (no lo pudo recoger, pero se lo dieron) y él a ti nada más que una soga para tu maleta de exilio. Caricia de esparto. Salvación.
No, no, no caricia de esparto. Abrazo salvaje, feroz, asfixiante. Tu cuello en el recuerdo de sus manos. Se rompió, un pájaro torpe en el vuelo, como toda esperanza, como toda posibilidad.
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Mi cuerpo no quiere morirse y me ha vuelto más hermosa y deseable que nunca. No envejece, Marina. Sigue voluptuoso y juvenil, no asoma una cana. Mi cuerpo se resiste, aunque las encías sangren de tanta rabia en cepillarme, de tanto apretar los dientes. Mi cuerpo me habla en la belleza, aunque ya esté decida, aunque dentro ya esté muerta.
Marina, esta noche no habrá nadie, me he despedido de ellos, uno a uno. No habrá nada, no habrá sueño. Tampoco música.
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