He comprendido, he sentido el mismo terror glacial y oscuro de todas aquellas que no tuvieron mi suerte (encima, maldito cabrón, pensarás que he de sentirme afortunada) y murieron asfixiadas, apaleadas, apuñaladas por unas manos tan sucias, violadas hasta la muerte, una y otra vez, en la tortura de recordarlo.
El pánico del animal apresado, del pequeño animal bajo la zarpa, del ala destrozada a balazos. El pánico del grito enmudecido, del cuerpecito indefenso que no tiene fuerzas para matar.
Yo no conocía la suciedad. Yo era pulcra e inocente, yo sólo había sufrido por lo que nace dentro, por lo que me fue negado. Yo no conocía el miedo mugriento hasta que el ogro se abalanzó sobre mi espalda, sobre mi nuca, hasta que me tapó la boca y entonces la fragilidad oscura, el desamparo más atroz, el temblor que aún me lamina. El terror que ningún tranquilizante mata.
Necesito escribirlo porque la ansiedad me está explotando dentro, me ahogo, me ahogo y no puedo gritar (gritar, debería haber gritado más, más y quizá alguien me hubiera oído y socorrido entonces tal vez... pero no, nunca, nunca, nunca me salvaron cuando más me hacía falta). Necesito escribirlo, porque es tarde y a estas horas no tengo a quien llorarle este terror que jamás querría haber conocido*. * (A efectos legales, del código penal y del de sus putas madres, según me dijeron en comisaría, no se produjo más que un robo con violencia. Sí, me robaron el teléfono de forma violenta para que no avisase en ese momento a la policía. A efectos vivenciales, fue una agresión terrible, un intento de violación que no se puede demostrar porque no me rajaron la boca, sólo me la taparon con una indecencia que no se olvida, que desgarra, indemostrable porque tampoco me dijo nada, aunque no sea necesario pronunciar palabra para decir, para insultar, para atacar. Pero no, la (in)justicia es así, la angustia mortal y el terror no pueden personarse como acusación particular).
He soñado que un muchacho búho venía a posarse en mi árbol (y que Serge Gainsbourg me agarraba de mi cintura desnuda mientras los puntos del corazón me estallaban en el sexo). No sé quién era, alguien que me envolvía en un vuelo de paz. Pero también he soñado con la pareja de lagartos y cómo ella embellecía por segundos -como la malvada reina de aquel cuento- absorbiendo todo lo hermoso que pudiera quedar en mí.
Hoy he visto a la lagarta. Hoy he visto al lagarto acariciándole la espalda. Hoy he sentido de nuevo cómo mi corazón se hacía añicos y a un coraje diminuto gritarme no llores, Cecilia, hay que seguir, seguir, seguir.
Los días de lluvia me dedico a apartar caracoles de las aceras. Los recojo con sumo cuidado. En un primer instante, ellos esconden la cabeza, pero perciben en mi energía que no tienen nada que temer conmigo, que sólo les desvío de su ruta para salvaguardarlos. Entonces, en el breve trayecto aéreo en el que vuelan sujetos a mi mano, extienden sus antenas hacia el cielo, siento levemente cómo vibran de emoción. Cuando ya reposan en tierra más segura, continúo satisfecha mi camino. Mis caracoles morirán mañana, así lo exige su ciclo natural, sin embargo no será bajo la suela de un zapato descuidado o de una patada insensible.
Los días de lluvia protejo a los caracoles que salen a mi paso. Y lo hago porque yo también espero otra suerte, una mano que me aparte del peligro que me orienta, una simbólica salvación en este otoño de humedades tan profundas.
La naturaleza es sabia. Por eso, finalmente, unió en la tierra al lagarto con su lagarta y a la lechucita la dejó custodiando las noches y sus silencios en la soledad de las alturas.
Aunque no se trata de un espacio literario ni considero que mis textos tengan ningún valor fuera del ámbito emocional, declaro que todos los escritos de mi autoría que aquí figuran están amparados por los derechos de propiedad intelectual y se hallan registrados con el siguiente número de asiento registral: 14/2012/102