sábado, 17 de diciembre de 2016

GERTRUD KOLMAR


SIN FRUTO

Las mujeres del oeste no llevan velo.
Las mujeres del este se lo quitan.
Quisiera esconder mi rostro bajo un velo oscuro;
pues ya no es agradable a la vista, ya no es hermoso, está grisáceo,
   agrietado, como las piedras de un fuego exangüe, frío.
Mis cabellos, espolvoreados de ceniza.

Así quiero esperar sola en el crepúsculo en el banco estrecho,
   de alto respaldo,
así quiero quedarme sentada, mientras la noche vacilante
    se hunde a mi alrededor ,
un velo negro.
Me envuelvo en él, cubro mi rostro.

Pero mis ojos están fijos...

Veo. Siento:
por la puerta cerrada entra sin hacer ruido
un niño.
El único que me estaba destinado y al que no he dado a luz.
Al que no he dado a luz por culpa de mi pecado. Dios es justo.
Y yo guardo silencio y no me quejo, llevo y escondo su cabeza,
   y así puedo buscarla 
alguna noche.

Un varón.

Sólo ése: tierno, mudo, implorante, con suaves, sombríos rizos, 
bajo la frente morena los ojos verde grisáceo de mares
  desconocidos de aquel al que amé,
  al que todavía amo.
No me teme, no retrocede tembloroso ante las caricias
  de los labios, de las manos ajadas.
Se acerca, su terciopelo azul roza mi brazo, y sus dedos
 pequeños, juguetones, me agarran el alma,
la afligen.
A veces me trae su canica, la oscura, con vetas doradas,
  la llamada ojo de tigre,
o  también una flor, un pálido narciso,
o una caracola, rojiza, con verrugas. La alza con delicadeza
  hasta mi oído, y yo escucho el murmullo.

Una vez
en mitad de la noche, una noche de invierno,
me desperté y miré a través de las sombras:
el que me amaba descansaba sobre mi lecho y dormía.
Su respiración era el murmullo de una caracola en medio del
  silencio.
Escuché con atención.
Dormitaba profundamente, protegido de ese modo por mi amor,
entre sueños que desplegaron sobre él las alas púrpuras, como 
  el jugo de la granada llena de semillas
  que habíamos compartido.
Paz.
Yo era feliz y me levanté y me senté, orando con fervor,
e incliné de nuevo el rostro y lo apoyé en mis manos y balbucí
  un agradecimiento tras otro.
De mi sangre
brotó una rosa...
Ésa fue la noche del origen,
que quiso la bendición, noche de la súplica no susurrada, pero yo 
  no te engendré.
Mira a tu madre llorando...
También tú morirás.
Mañana cogeré una pala y, bajo los arbustos de bayas de nieve,
  te enterraré.



De Mundos, 1937. (Traducción de Berta Vias Mahou)


2 comentarios:

Carz dijo...

Me asombra tu capacidad de elección, la destreza con la que eliges las obras, tu papel -seguro que involuntario- de lazarillo que me permite conocer lo que, sin tu acción, muy probablemente me habría resultado vedado por la inmensa amplitud del ruido.

A menudo, después de leer lo que escribes o publicas, pienso en la “cursilería” que aprendí de Manolo y que casi nunca me atrevo a decir en voz alta: ¡Ay, qué bonito! Pero que, en el fondo, es casi lo único que ansío.

Cecilia Sainte-Naïve dijo...

Tan sorprendida que solamente sonrío y me tomo esa libertad de la espontaneidad: ¡Carz, qué bonito!


Escribió Gertrud en sus diarios: "Más poesía que verdad, y sin embargo verdad". Detrás de cada elección hay una voz tomada para un momento preciso. No es azarosa, todo significa. Ya alejándome de mí, me alegra saber que puedo contribuir a la delicia de un nuevo hallazgo, cuando cada vez son más escasos los momentos de asombro y mi capacidad de ofrecer.

Un abrazo.