Un mechero apartado en una mano y con la otra sujetando* la observación inocente, pero curiosa, meticulosa, de un lapicero sin punta, romo a fuerza de golpes contra el papel de quien empieza a tener tanto que decir, pero a quien sus garabatos no le permiten hacerlo.
Quisiera abrazarla, rescatarla solamente un minuto de la foto y cambiarle ese lápiz negro y despuntado por una caja de ceras de colores. Quisiera enseñarle que el fuego es un juego malo, que no sirve ni para niños ni mayores, que no quema un segundo, que marca de por vida.
Quisiera besarla en la frente (confieso que lloraría por sentir una caricia llegada del pasado, ahora tardía) y arrancarla de cada pose solitaria y pedirle que no se callara nunca, que nunca me callara.
* Mi dulce esposo, enternecido por la imagen y mis palabras, me recomienda un cambio de verbo: Sostener. Pero a esa edad no se sostiene, se sujeta, con inquietud y decisión, con pasión primera y primitiva, se agarra más bien uno a su objeto, prolongación más directa de su deseo.